Esta es una de las pocas poesías que he escrito en mi vida y cuenta al día de hoy más de 30 años. Todo escritor o aficionado a las letras debe siempre haber escrito, al menos, un poema.
Se despereza el Sol pausadamente
y tímido presenta su faz naranja,
arropando, con abanico fulgurante,
la noche castellana.
Sus rayos atraviesan las cubiertas
de las calinas casas,
dorando con matices rojo y ocre
el ladrillo, el cemento, la piedra blanca.
El mirlo se despeja y el gallo canta.
chorros del frío viento de la sierra
martillean las ventanas
tras las que el noble campesino,
en merecida holganza,
acaricia los pechos de su esposa,
besando, con ardor, su bella espalda.
-Déjalo, Manuel, y ten templanza
que no son ya horas de tontunas.
¡Despéjate, holgazán! Y salta de la cama
que tiés que escamujar los olivares
y a luego, arreglar la viña Alta.
-¡Vamos, Manuel, que tocan ya las seis
y tu primo te espera en ca del Pata.
No le hagas de esperar.
bájate al trator y ponlo en marcha,
y al pasar por el Barranco, te echo un beso
pa que lo lleves clavao en esa cara.
-¿Un beso sólo? Tu alma me llevaba,
y como en los buenos tiempos
debajo de los plántanos te amaba.
-¿Llevas el vino? ¿Cogiste el almuerzo?
¿No te se olvida nada?
Ruge el tractor, con son martilleante;
en paso reductor baja a la Plaza.
Allí está el Siderico, el de la tía Juana,
arreciao de frío en las orejas
y calentao hasta el fondo de su alma
-¡Vamos, Siderico! Que al olivar hay tardanza
y quiero ataviar, un poquitejo, la viña Alta.
La calle de los Huertos enmudece
al paso del tractor, esa mañana.
Siderico y Manuel bajan contentos,
dejando Chinchón a sus espaldas.
Un sinfín de curvas serpentean
hasta llegar a la cuesta Blanca,
donde una liebre, en saltarín ligero,
se les cruza por la cara
camino de refugio más seguro
que la evite sucumbir entre las matas.
-¡Tira, Siderico, tira!
Que con ésta tenemos la pitanza.
Ñaque, galán, que malo que eres.
¡Apunta jodío y mata!
La liebre sortea con destreza
la veloz perdigonada
y se esconde, por derecho,
al amparo de un próxima vaguada.
-Si te ponen una lata con amarras
de cinco tiros no le das ni blanca.
-¡Vete, Manuel! Que tos ya sabemos
tu buena destreza con las armas.
Igualito que el Fermín, en la laguna,
que apuntaba con esmero hacia las ramas,
y al salir, anochecío, las anades,
apretando el gatillo hasta con rabia,
gritaba, casi casi enloquecío:
-¡La he matao, la he matao! ¡Dejadla!
Entre chistes, chascarrillos y bromeos,
por la cañada de la Iglesia avanzan,
llenados de ilusiones,
llenados de alegrías y esperanzas.
Ya el sendero se aproxima al sitio
que, impaciente, espera la labranza;
el cuidado de esas rudas manos;
el escamujo, en faena delicada.
El silencio del campo se estremece
con el ruido del tractor, que sigue en marcha,
aparcado de bajo de un olivo;
estacionado bajo la centenaria planta.
Siderico y Manuel bajan con prisa
y, con mutismo acorde, se separan
para comenzar la atareada brega,
con solemne rectitud en sus semblanzas.
¿Qué tiene, Dios, el campo de Castilla?
Que con esa dura actitud se le trabaja.
¿Respeto? ¿Maldición bíblica?
¿Acaso…odio? Nadie sabe la causa;
Pero es notoriamente conocida
la relación: tierra y faz hierática.
Manuel, entre olivas y terrones,
sobre el hombro el azadón descansa
y siguiendo los surcos de la tierra,
con voz abrupta a Siderico llama:
-¡Eh! Arrímate pa acá y almorzaremos
que traigo jamón de la matanza.
En cotidiano ritual, los dos amigos,
desenfundan sus navajas
y trocean, con habilidad experta,
el almuerzo dispuesto por Jenara.
El Sol calienta tenuamente
el campo de la vega castellana,
mientras un vapor gélido, espeso,
erguido y soberbio se levanta.
Ya se ven, por caminos y veredas,
los pesados tractores y tartanas,
que suben con cansino esfuerzo
las largas cuestas empedradas,
enfilando, en ordenada hilera,
el respiro de una justa pausa.
Chinchón bulle ajetreado por la Ronda,
por San Antón, por la Plaza.
sus gentes se prestan afanosas
en sus tareas cotidianas,
con ires y venires tan ligeros,
cual si el Mundo acabara esa mañana.
Unos se dirigen al comercio;
otros observan, sentados en las gradas;
algunos entran en los bares
a escanciar la cerveza blanca
y los más caminan apurados,
para comer en sus casas.
Por momentos la Plaza se despeja,
sólo una media luna de sombra rezagada,
como el viejo que cruza los umbrales,
se impresiona, por la luz, en las portadas.
Los balcones parecen derrumbarse
por las vigas, las tejas y las cargas.
Sólo las viejas columnas de los soportales
mantienen enhiestas las arcadas,
dando una configuración pictórica y poética
a su hermosa y frágil balconada.
Por la tarde, Manuel y Siderico,
habiendo labrado la viña Alta,
se acercan un ratillo hacia el casino
para echar, con amigos, unas cartas.
Con ellos juega el del “Matón”:
el afiliado de la “Pasionaria”.
También se encuentra Don Fadrique,
que votó por el grupo de Alianza.
A veces aparece Don Francisco,
el de la Social Democracia.
Pero allí, no se habla de políticas,
sólo de vinos, mujeres y de cartas.
Anochecido, es obligado entrar en las tabernas
Para llegar más contentos a sus casas.
Los convites se multiplican por personas
y las voces se alzan con “jarana”.
Manuel, silencioso y con prisas,
abandona decidido la compaña
y sube, con desmesurado afán,
camino de su hogar y su Jenara.
La mujer le recibe complaciente,
con la cena preparada:
guisos de carne de cerdo
acompañaos de lombarda.
Deglute, Manuel, que no come
porque le espera Jenara
llena de amor y de vida;
transparente, sutil, blanca.
Como si fueran chiquillos
se regodean…, se abrazan.
Se besan hasta saciarse,
con ímpetus y con ganas,
y rendidos del conyugal amor
sucumben entre las sábanas,
hasta que al día siguiente
les despierte pronto el alba.
Así es Chinchón de mi Castilla,
así es Chinchón en su jornada;
ese es Chinchón: amor con aspereza,
por ello llevo Chinchón en mis entrañas.
19 de octubre de 1980
ÁNGEL LARROCA
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