PRESENTACIÓN

sábado 6 de marzo de 2010



Hoy, dia seis de marzo del año de gracia del dos mil diez, comienzo a editar éste blog que pretende ser un punto de encuentro entre familiares, amigos y conocidos -se prohibe expresamente la entrada a los enemigos-, todo ello con el buen deseo de cultivar aficiones literarias, políticas -incluidos los chismorreos de ésta índole-, artísticas y demás actividades que puedan interesar a la generalidad de los colaboradores y personas interesadas en éste blog.
¡Bienvenidos a todos! Y que la diosa Fortuna nos ilumine en ésta nueva tarea que con ilusión emprendemos.
ÁNGEL LARROCA DE DOLAREA

lunes, 12 de enero de 2015

                          He comenzado una gran aventura: el escribir una novela. Está basada en hechos reales por lo que añade ciertas dificultades, con el fin de no caer en gazapos o largar alguna barbaridad que otra. Es por ello por lo que se necesita de forma constante el corroborar los hechos que se narran para que coincidan con la época histórica a la que se refiere y por tanto hay que documentarse debidamente y por ello su elaboración es lenta y trabajosa. No sé cuando la terminaré, pero aquí, y por series - en forma de tráiler - os la contaré.

ÁNGEL LARROCA DE DOLAREA



EL CARTÓGRAFO RAFAEL DE VELASCO

            El 30 de marzo de 1849 la ciudad de Cádiz amanecía con una neblina especial. El cielo no estaba nublado, pero el ambiente estaba recubierto con una leve capa de polvo desértico, traido por el fuerte viento de levante. Me había alojado en una pensión de la plaza de San Juan de Dios la tarde anterior, a la que había llegado procedente de mi casa natal sevillana.
El duro viento que durante toda la noche sopló con gran fuerza, unido todo a la ilusión con que emprendía mi primer viaje científico como oficial de la Marina de Guerra Española, hicieron que no pudiera pegar un ojo en toda la noche. Poco antes del amanecer logré conciliar un poco el sueño. Ese estado previo de vigilia, me sirvió para rememorar aquellos años que estuve en la Academia de Guardiamarinas como aprendiz de marino, y de mis prácticas,como tercer piloto, en el navío Soberano; de mis compañeros, los profesores, mi preparación científica y esa visión de un futuro incierto que todos deseamos que sea el mejor. Pasaron por mi imaginación una sucesión de láminas, cual si fueran positivas de ese nuevo invento llamado fotografía; recordaba a Montojo, mi compañero, mi amigo, tal vez, como el decía: mi hermano, y esa mañana en la que en el armero estábamos limpiando unas armas y apareció el “pater”. Montojo siempre bromista le apuntó con el arma y el clérigo le advirtió de la posibilidad de estar cargada. El lo negó y a continuación me apuntó, retirando rápidamente el arma. Pero ya había disparado y una bala me rozó limpiamente la cabeza. Él, aturdido, asustado, me preguntaba si estaba bien. -¡No ha sido nada, no ha sido nada!, le dije. -Oiga pater, advertí, la pistola se me ha disparado a mí limpiándola. Y así quedó. Mi buen amigo, de conocerse la verdad, hubiera perdido la carrera. Y además se hubiese perdido a un marino brillante. Montojo jamás olvidó mi actitud y fui para él un hermano querido.
Pero hoy comenzaba la realidad de un sueño. Lo que había esperado con tanta ilusión. Mi primer viaje importante a nuestras colonias de oriente para elaborar la carta de la costa filipina.
En la bahía gaditana, me esperaba una fragata, de cerca de setecientas toneladas, que constituiría mi hogar durante largos meses.
Me vestí mi uniforme azul y recogí las pocas cosas que en la noche anterior había sacado de mis maletas. La encargada de la pensión me reservó un coche de caballos y puso a mi disposición a un mozo, que era sobrino de ella, que me ayudó a bajar los bultos hasta el vehículo. El cochero colocó ordenadamente el equipaje en el pescante y emprendimos la marcha hacia el puerto. Por el trayecto se encontró en la obligación de hacerme de cicerone. -¡No insista!, le repliqué, conozco Cádiz tan bien como usted. –Nací en Sevilla y me he pasado varios años estudiando en la Isla de León, por tanto, mis venidas a la “Tacita de Plata” han sido frecuentes.
En el muelle me esperaban cuatro marineros con un amplio bote. Los saludos de rigor, y sus valiosas colaboraciones para embarcar ese cúmulo de material, que necesitaba para tantos meses.
Pusimos rumbo a la fragata, con grandes dificultades en la maniobra, ya que la mar estaba fuertemente rizada. Los marineros remaban con golpes secos, rápidos y contundentes, pero las bogadas eran muy cortas, debido al fuerte viento contrario. La fragata se encontraba fondeada a dos millas y media del muelle y tardamos cerca de dos horas y media en poder abarloar a la misma.
La María Auxiliadora, que así se llamaba la fragata en que embarqué, era un buque mercante construido con solidez y bien aparejado, desplazaba cerca de setecientas toneladas y estaba destinado especialmente para la carga. Una treintena de camarotes se utilizaban para trasladar viajeros.
Desconozco la razón del porqué no me esperó en el muelle, pues parece ser que el día anterior habia recargado material con destino al archipiélago. Probablemente fueran razones económicas, de tasas portuarias, lo que le obligó a esperarme en medio de la bahía. Los armadores solían apretar las tuercas de los responsables de los buques a fin de que en los trayectos se minimizaran los gastos.
El capitán era un hombre delgado, aunque robusto, de tez morena, regular de estatura y aparentando cerca de los cuarenta años. Me recibió con gentileza y simpatía; probablemente el corporativismo que nos unía hizo que pronto entabláramos una cordial empatía. Se interesó por el objetivo de mi viaje y se interesó vivamente acerca de los trabajos que yo iba a realizar. Me escuchaba con atención, sin intervenir, y es porque la limitación de espacio que un buque tiene puede provocar conflictos en la relación de las personas. Son muchas las horas que unos conviven con los otros y el no experimentado tiende a inmiscuirse en la intimidad de su compañero de viaje. Esto es algo que los profesionales de la mar evitamos como decálogo mantenedor de la buena convivencia en esos viajes de tan largas singladuras. Cuando se entablan conversaciones en las que nuestro interlocutor decide abrirnos sus vivencias más íntimas, nuestra experiencia nos indica que la mejor postura receptora que podemos tomar es escuchar sin intervenir; es una respuesta consciente de la necesidad vital de independencia que uno necesita para morar en tan limitados habitáculos.
El capitán Mendoza, que así se apellidaba, se despidió de mí al objeto de preparar las maniobras de partida. Levamos anclas a las catorce horas y los mástiles comenzaron a cubrirse de lonas, una rápida y leve escorada de la fragata fue el inicio de nuestra navegación a tierras muy lejanas.
Atrás quedaba mi familia, mi tierra y mi pasado. Poco a poco fueron desapareciendo los edificios blancos de la ciudad que me vió partir. Apoyado en la regala del buque, contemplé, antes de adentrame en mi camarote, la ímagen de ese Cádiz que tantos recuerdos de estos últimos años me evocaban; el parque Genovés, la Caleta, con la cúpula de la catedral al fondo y la playa del Sur. Una línea difuminada, separadora del cielo de la mar, hizo de telón de mis contemplaciones y meditaciones.
Abandoné la cubierta dispuesto a ordenar el equipaje que, poco tiempo antes, había dejado de cualquier manera en el camarote que me había asignado el capitán. Este era espacioso y confortable y tenía lo necesario para poder trabajar de manera cómoda para tantos días de trayecto. Abrí mi arcón y fui colocando la ropa que contenía en un pequeño armario, revestido exteriormente con una chapa de caoba y situado en el fondo derecho de la habitación. A su izquierda un buró de estilo inglés me facilitó la colocación de mis pertenencias de trabajo, así como de las sentimentales. Observé, por un instante la cámara, estaba recubierta de madera, una acuarela de un vapor con dos mástiles, pintada por un tal Pineda, y enmarcarda en pan de oro, situada encima del buró, un grabado con la imagen de la joven Isabel II y un perchero de bronce, de tres brazos, adosado a la pared constituían los unicos adornos. Un palanganero de madera, de color negro, sirvió para que me refrescara ligera y rápidamente, ya que el capitán me había invitado a ocupar su mesa en la comida.
La mesa que presidiría el capitán Mendoza estaba preparada para atender a seis comensales. Cuando entré en la cámara me dirigí al lugar que me indicó un camarotero y se encontraban sentados, frente a la mesa, un caballero acompañado de una señora o señorita elegantemente vestida. Me pareció que era una mujer muy joven con respecto a la edad que aparentaba su acompañante. Tomé la iniciativa de presentarme.
-          Soy el aferez de navío de la Armada española, Rafael de Velasco -.
-          ¡Mucho gusto! – me contestó con acento extranjero. – Soy Harol Macpherson. Le presento a mi hija Beatrice -.
            Beatrice me extendió su mano y yo se la besé delicadamente, de forma pausada, ceremoniosa. No fue un instinto reflejo de las buenas maneras. Me apetecía besar esa blancura de mano. Beatrice era una joven que aparentaba unos veinte años, con bucles dorados y unos hermosísimos ojos azules, despiertos , y picantes como su sonrisa. Pese a su aparente juventud, mostraba un rostro sereno y maduro; complacido consigo mismo. Portaba un dominio de sí que producía intranquilidad. No apartaba la mirada; la sostenía sin coquetería ni agresividad, pero con seguridad y confianza absolutas.
-          Tiene usted una hija… muy bella, señor Macpherson – balbuceé tímidamente -.
-          Es usted muy cumplido, señor de Velasco -, adelantose a decir,la encantadora Beatrice.
-          ¡Bueno…bueno! De modo que tenemos ante nosotros un joven marino de guerra.- Y se puede saber qué hace un marino de guerra en un barco mercante -. Me
preguntó el señor Macpherson.
-          Estoy encargado por el Gobierno Español para hacer un estudio cartográfico en el archipiélago filipino. – Le contesté.
-          Muy interesante… Estamos sin duda ante un importante científico -. Afirmó mi contertulio.
-          ¡No, por Dios! Sólo soy un humilde estudioso, interesado por las cosas del mar.-
            No llegaban los otros comensales, así que decidimos sentarnos a la mesa. Yo ocupé el asiento derecho de Beatrice y su padre ocupó el izquierdo. Pregunté al señor Macpherson el motivo de su viaje. Me respondió que era un viaje de negocios y que había aprovechado la ocasión para que su hija conociera el continente asiático. El señor Macpherson hablaba, hablaba y hablaba, pero yo estaba ausente a su conversación. Miraba de reojo a su hija Beatrice, y cada instante que pasaba me parecía más hermosa.
            Unos momentos después llegó el capitán acompañado de dos marinos; uno podría ser el segundo oficial y el otro, por la cruz de malta bordada en la bocamanga sobre fondo rojo, era sin duda el médico de a bordo. Nos pusimos de pie y el capitán nos interrumpió diciendo:
-          No se levanten, por favor. Estan ustedes muy bien distribuidos -
Se sentaron los tres frente a nosotros; el capitán frente a Beatrice, el médico a su derecha y el segundo oficial a su izquierda.
El capitán dirigiéndose a sus compañeros, nos presentó.
-          Les presento a mister Harol, empresario inglés, y a su encantadora
hija, Beatrice. Ellos son Andrés Iniesta, mi segundo oficial y piloto, y el médico del barco, Francisco Rodriguez- Sánchez. El joven que nos acompaña es el aferez de navío Rafael de Velasco, en viaje científico a Filipinas, les comunicó a sus oficiales.

-                          Sr. Velasco -, preguntó Beatrice – Es mi primer viaje en barco ¿Es entretenido el viaje?
           -  Depende, contestó el marino, - El viaje en el barco es bastante monótono, es muy uniforme; el mar y el cielo, el cielo y el mar. Cualquier incidente que se produzca mostrará el interés de todos los pasajeros, rompiendo con ello la monotonía del viaje.
            - ¿Veremos pronto tierra? Volvió a preguntar Beatrice
          - Sí, contesto Velasco. Lo primero que veremos son las Islas Canarias y aunque no atracaremos allí, verá usted con claridad el Pico del Teide, cubierto por sus perpetuas nieves. Posteriormente en cinco o seis días más podremos divisar las islas de Cabo Verde.
            No habían terminado de comer cuando una buena parte de los pasajeros se arremolinaban en popa, atentos a un incidente. Uno de los marineros estaba embarcando, con esfuerzo,  un atún de unos sesenta kilos.
-          Estamos pasando unas horas muy tranquilas, afirmó Beatrice ¿Creé usted, Sr. Velasco que el resto del viaje será semejante?
-          No, mi querida Betrice. Tendremos de todo; periodos de calmones, a veces insoportables, y otros periodos de agitada mar. Mas no se preocupe por esto último porque el hombre se ha preparado para doblegar al océano y siempre lo consigue.
            Finalizamos el almuerzo con un exquisito postre, consistente en una mousse de chocolate, aromatizada con mandarina y unas hojitas de menta.
            Me despedí de los comensales, que se estaban levantando de la mesa y me fui a mi camarote a descansar un rato. Beatrice hizo lo propio, acompañada de su padre y los marinos, cada uno, marcharon a sus respectivos puestos.


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