ÁNGEL LARROCA DE DOLAREA
EL
CARTÓGRAFO RAFAEL DE VELASCO
El 30 de marzo
de 1849 la ciudad de Cádiz amanecía con una neblina especial. El cielo no
estaba nublado, pero el ambiente estaba recubierto con una leve capa de polvo
desértico, traido por el fuerte viento de levante. Me había alojado en una
pensión de la plaza de San Juan de Dios la tarde anterior, a la que había
llegado procedente de mi casa natal sevillana.
El
duro viento que durante toda la noche sopló con gran fuerza, unido todo a la
ilusión con que emprendía mi primer viaje científico como oficial de la Marina de Guerra Española,
hicieron que no pudiera pegar un ojo en toda la noche. Poco antes del amanecer
logré conciliar un poco el sueño. Ese estado previo de vigilia, me sirvió para
rememorar aquellos años que estuve en la Academia de Guardiamarinas como aprendiz de
marino, y de mis prácticas,como tercer piloto, en el navío Soberano; de mis
compañeros, los profesores, mi preparación científica y esa visión de un futuro
incierto que todos deseamos que sea el mejor. Pasaron por mi imaginación una
sucesión de láminas, cual si fueran positivas de ese nuevo invento llamado
fotografía; recordaba a Montojo, mi compañero, mi amigo, tal vez, como el
decía: mi hermano, y esa mañana en la que en el armero estábamos limpiando unas
armas y apareció el “pater”. Montojo siempre bromista le apuntó con el arma y el
clérigo le advirtió de la posibilidad de estar cargada. El lo negó y a
continuación me apuntó, retirando rápidamente el arma. Pero ya había disparado
y una bala me rozó limpiamente la cabeza. Él, aturdido, asustado, me preguntaba
si estaba bien. -¡No ha sido nada, no ha sido nada!, le dije. -Oiga pater,
advertí, la pistola se me ha disparado a mí limpiándola. Y así quedó. Mi buen
amigo, de conocerse la verdad, hubiera perdido la carrera. Y además se hubiese
perdido a un marino brillante. Montojo jamás olvidó mi actitud y fui para él un
hermano querido.
Pero
hoy comenzaba la realidad de un sueño. Lo que había esperado con tanta ilusión.
Mi primer viaje importante a nuestras colonias de oriente para elaborar la
carta de la costa filipina.
En
la bahía gaditana, me esperaba una fragata, de cerca de setecientas toneladas,
que constituiría mi hogar durante largos meses.
Me
vestí mi uniforme azul y recogí las pocas cosas que en la noche anterior había
sacado de mis maletas. La encargada de la pensión me reservó un coche de
caballos y puso a mi disposición a un mozo, que era sobrino de ella, que me
ayudó a bajar los bultos hasta el vehículo. El cochero colocó ordenadamente el
equipaje en el pescante y emprendimos la marcha hacia el puerto. Por el
trayecto se encontró en la obligación de hacerme de cicerone. -¡No insista!, le
repliqué, conozco Cádiz tan bien como usted. –Nací en Sevilla y me he pasado
varios años estudiando en la Isla
de León, por tanto, mis venidas a la “Tacita de Plata” han sido frecuentes.
En
el muelle me esperaban cuatro marineros con un amplio bote. Los saludos de
rigor, y sus valiosas colaboraciones para embarcar ese cúmulo de material, que
necesitaba para tantos meses.
Pusimos
rumbo a la fragata, con grandes dificultades en la maniobra, ya que la mar
estaba fuertemente rizada. Los marineros remaban con golpes secos, rápidos y
contundentes, pero las bogadas eran muy cortas, debido al fuerte viento
contrario. La fragata se encontraba fondeada a dos millas y media del muelle y
tardamos cerca de dos horas y media en poder abarloar a la misma.
Desconozco
la razón del porqué no me esperó en el muelle, pues parece ser que el día
anterior habia recargado material con destino al archipiélago. Probablemente
fueran razones económicas, de tasas portuarias, lo que le obligó a esperarme en
medio de la bahía. Los armadores solían apretar las tuercas de los responsables
de los buques a fin de que en los trayectos se minimizaran los gastos.
El
capitán era un hombre delgado, aunque robusto, de tez morena, regular de
estatura y aparentando cerca de los cuarenta años. Me recibió con gentileza y
simpatía; probablemente el corporativismo que nos unía hizo que pronto
entabláramos una cordial empatía. Se interesó por el objetivo de mi viaje y se
interesó vivamente acerca de los trabajos que yo iba a realizar. Me escuchaba
con atención, sin intervenir, y es porque la limitación de espacio que un buque
tiene puede provocar conflictos en la relación de las personas. Son muchas las
horas que unos conviven con los otros y el no experimentado tiende a
inmiscuirse en la intimidad de su compañero de viaje. Esto es algo que los
profesionales de la mar evitamos como decálogo mantenedor de la buena
convivencia en esos viajes de tan largas singladuras. Cuando se entablan
conversaciones en las que nuestro interlocutor decide abrirnos sus vivencias
más íntimas, nuestra experiencia nos indica que la mejor postura receptora que podemos
tomar es escuchar sin intervenir; es una respuesta consciente de la necesidad
vital de independencia que uno necesita para morar en tan limitados
habitáculos.
El
capitán Mendoza, que así se apellidaba, se despidió de mí al objeto de preparar
las maniobras de partida. Levamos anclas a las catorce horas y los mástiles
comenzaron a cubrirse de lonas, una rápida y leve escorada de la fragata fue el
inicio de nuestra navegación a tierras muy lejanas.
Atrás
quedaba mi familia, mi tierra y mi pasado. Poco a poco fueron desapareciendo
los edificios blancos de la ciudad que me vió partir. Apoyado en la regala del
buque, contemplé, antes de adentrame en mi camarote, la ímagen de ese Cádiz que
tantos recuerdos de estos últimos años me evocaban; el parque Genovés, la Caleta , con la cúpula de la
catedral al fondo y la playa del Sur. Una línea difuminada, separadora del
cielo de la mar, hizo de telón de mis contemplaciones y meditaciones.
Abandoné
la cubierta dispuesto a ordenar el equipaje que, poco tiempo antes, había
dejado de cualquier manera en el camarote que me había asignado el capitán.
Este era espacioso y confortable y tenía lo necesario para poder trabajar de
manera cómoda para tantos días de trayecto. Abrí mi arcón y fui colocando la
ropa que contenía en un pequeño armario, revestido exteriormente con una chapa
de caoba y situado en el fondo derecho de la habitación. A su izquierda un buró
de estilo inglés me facilitó la colocación de mis pertenencias de trabajo, así
como de las sentimentales. Observé, por un instante la cámara, estaba
recubierta de madera, una acuarela de un vapor con dos mástiles, pintada por un
tal Pineda, y enmarcarda en pan de oro, situada encima del buró, un grabado con
la imagen de la joven Isabel II y un perchero de bronce, de tres brazos,
adosado a la pared constituían los unicos adornos. Un palanganero de madera, de
color negro, sirvió para que me refrescara ligera y rápidamente, ya que el
capitán me había invitado a ocupar su mesa en la comida.
La
mesa que presidiría el capitán Mendoza estaba preparada para atender a seis
comensales. Cuando entré en la cámara me dirigí al lugar que me indicó un
camarotero y se encontraban sentados, frente a la mesa, un caballero acompañado
de una señora o señorita elegantemente vestida. Me pareció que era una mujer
muy joven con respecto a la edad que aparentaba su acompañante. Tomé la
iniciativa de presentarme.
-
Soy el aferez de navío de la Armada española, Rafael de
Velasco -.
-
¡Mucho gusto! – me contestó con acento
extranjero. – Soy Harol Macpherson. Le presento
a mi hija Beatrice -.
Beatrice me extendió su mano y yo se la besé
delicadamente, de forma pausada, ceremoniosa. No fue un instinto reflejo de las
buenas maneras. Me apetecía besar esa blancura de mano. Beatrice era una joven
que aparentaba unos veinte años, con bucles dorados y unos hermosísimos ojos
azules, despiertos , y picantes como su sonrisa. Pese a su aparente juventud,
mostraba un rostro sereno y maduro; complacido consigo mismo. Portaba un
dominio de sí que producía intranquilidad. No apartaba la mirada; la sostenía
sin coquetería ni agresividad, pero con seguridad y confianza absolutas.
-
Tiene usted una hija… muy bella, señor
Macpherson – balbuceé tímidamente -.
-
Es usted muy cumplido, señor de Velasco
-, adelantose a decir,la encantadora
Beatrice.
-
¡Bueno…bueno! De modo que tenemos ante
nosotros un joven marino de guerra.- Y se puede
saber qué hace un marino de guerra en un barco mercante -. Me
preguntó el señor
Macpherson.
-
Estoy encargado por el Gobierno Español
para hacer un estudio cartográfico en el
archipiélago filipino. – Le contesté.
-
Muy interesante… Estamos sin duda ante
un importante científico -. Afirmó mi contertulio.
-
¡No, por Dios! Sólo soy un humilde
estudioso, interesado por las cosas del mar.-
No llegaban los otros comensales, así que decidimos
sentarnos a la mesa. Yo ocupé el asiento derecho de Beatrice y su padre ocupó
el izquierdo. Pregunté al señor Macpherson el motivo de su viaje. Me respondió
que era un viaje de negocios y que había aprovechado la ocasión para que su
hija conociera el continente asiático. El señor Macpherson hablaba, hablaba y
hablaba, pero yo estaba ausente a su conversación. Miraba de reojo a su hija
Beatrice, y cada instante que pasaba me parecía más hermosa.
Unos momentos después llegó el capitán acompañado de dos
marinos; uno podría ser el segundo oficial y el otro, por la cruz de malta
bordada en la bocamanga sobre fondo rojo, era sin duda el médico de a bordo. Nos
pusimos de pie y el capitán nos interrumpió diciendo:
-
No se levanten, por favor. Estan ustedes
muy bien distribuidos -
Se
sentaron los tres frente a nosotros; el capitán frente a Beatrice, el médico a
su derecha y el segundo oficial a su izquierda.
El
capitán dirigiéndose a sus compañeros, nos presentó.
-
Les presento a mister Harol, empresario
inglés, y a su encantadora
hija, Beatrice. Ellos
son Andrés Iniesta, mi segundo oficial y piloto, y el médico del barco,
Francisco Rodriguez- Sánchez. El joven que nos acompaña es el aferez de navío
Rafael de Velasco, en viaje científico a Filipinas, les comunicó a sus
oficiales.
- Sr. Velasco -, preguntó Beatrice – Es mi
primer viaje en barco ¿Es entretenido el viaje?
-
Depende, contestó el marino, - El viaje en el barco es bastante monótono,
es muy uniforme; el mar y el cielo, el cielo y el mar. Cualquier incidente que
se produzca mostrará el interés de todos los pasajeros, rompiendo con ello la
monotonía del viaje.
- ¿Veremos pronto tierra? Volvió a preguntar Beatrice
- Sí, contesto Velasco. Lo primero que veremos son las
Islas Canarias y aunque no atracaremos allí, verá usted con claridad el Pico
del Teide, cubierto por sus perpetuas nieves. Posteriormente en cinco o seis
días más podremos divisar las islas de Cabo Verde.
No habían terminado de comer cuando una buena parte de
los pasajeros se arremolinaban en popa, atentos a un incidente. Uno de los
marineros estaba embarcando, con esfuerzo,
un atún de unos sesenta kilos.
-
Estamos pasando unas horas muy
tranquilas, afirmó Beatrice ¿Creé usted, Sr. Velasco que el
resto del viaje será semejante?
-
No, mi querida Betrice. Tendremos de
todo; periodos de calmones, a veces insoportables, y otros
periodos de agitada mar. Mas no se preocupe por esto último porque el hombre se
ha preparado para doblegar al océano y siempre lo consigue.
Finalizamos el almuerzo con un exquisito postre,
consistente en una mousse de chocolate, aromatizada con mandarina y unas
hojitas de menta.
Me despedí de los comensales, que se estaban levantando
de la mesa y me fui a mi camarote a descansar un rato. Beatrice hizo lo propio,
acompañada de su padre y los marinos, cada uno, marcharon a sus respectivos
puestos.
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