EL PRÍNCIPE ROBERTO
La mañana era clara, muy clara; de un azul velazqueño. El viento del norte refrescaba con ira las orejas y nariz de Simonette. Había momentos en los que tenía que hacer un gran esfuerzo para no salir arrojada, cual hoja marchita arrancada de su árbol.
Simonette, divertida saltaba de puntillas el solado de la plaza; unas veces hacia delante y otras hacia atrás.
- Soy la rosa de los vientos
y quiero ser muy feliz.
Vendrá el Príncipe Roberto
besándome en la nariz.
Simonette, sigue recitando pomposamente.
Llegará pronto mi amado
acompañado de escolta
y con su Pegaso alado
me elevará inmortal
- Estás borracha. ¿Todavía no se te ha quitado la trompa de anoche?
-¡Cállate andrajoso! No sabes nada del Príncipe, ni siquiera de mí. Lo único que sabes es mearte en tus pantalones. ¿Qué sabes tú, de la aristocracia, de la nobleza, de los marqueses. Si por no saber, nada sabes de las mujeres.
- Ahí, tienes razón. No se nada de mujeres, ni de mi mujer; esa zorra por la que estoy abocado a esta miserable situación.
- Un día, me puso la maleta en la puerta de mi casa, y me despojó de mis bienes y de mis hijos. No sé cómo están, ni como son; no les he vuelto a ver. Me imagino que imbuiría en ellos toda clase de mezquindades e infamias.
- Perdona, perdona Pedro. No he querido molestarte ni ofenderte. Es que…, con tus palabras, me has roto mi sueño; mi única justificación para vivir.
- ¿Y tu sueño es el Príncipe Roberto?
- Sí, es real. Lo que ocurre es que hay dos Príncipes Roberto. Uno era de familia bien, marqueses o condes; aristócratas de toda la vida. Supo erizarme el cuerpo, hacerme sucumbir en su regazo lujuriosamente, extasiarme con sus palabras y caricias. Y después…, la droga, la maldita heroína.
- El otro Príncipe Roberto es noble de corazón y en sus maneras; delicado en sus formas, respetuoso con mi cuerpo y mis deseos, y un día llegará y me besará en la frente, y cogiéndome entre sus brazos me transportará a lo más extremo de la eternidad.
Al atardecer, el viento del norte soplaba con mayor fuerza. Simonette y Pedro se calentaban, con camaradería infortuna, con una botella de mal tinto. Las estrellas de la noche se les clavaban como cuchillos por las rendijas de los cartones que les arropaban.
Amaneció otro día; un día más que superar en sus vidas. Se acercó un barrendero, despertando a Pedro. Se dirigió a Simonette y ella no despertaba.
- ¿Qué le pasa e esta mujer? ¿Por qué no se levanta?
Pedro se acercó y la miró. Su dulce cara encerada, con los labios color de violeta le hizo comprender que el Príncipe Roberto había llegado al fin, y besándola en la frente la había elevado a la eternidad.
- Ángel Larroca de Dolarea – Octubre de 2005.
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