PRESENTACIÓN

sábado 6 de marzo de 2010



Hoy, dia seis de marzo del año de gracia del dos mil diez, comienzo a editar éste blog que pretende ser un punto de encuentro entre familiares, amigos y conocidos -se prohibe expresamente la entrada a los enemigos-, todo ello con el buen deseo de cultivar aficiones literarias, políticas -incluidos los chismorreos de ésta índole-, artísticas y demás actividades que puedan interesar a la generalidad de los colaboradores y personas interesadas en éste blog.
¡Bienvenidos a todos! Y que la diosa Fortuna nos ilumine en ésta nueva tarea que con ilusión emprendemos.
ÁNGEL LARROCA DE DOLAREA

sábado, 6 de marzo de 2010

EL GUARDABARRERAS



Damaso - que así llamaba a nuestro personaje, la Venancia, su mujer, en vez de Dámaso, y no voy a ser yo quien dé a la Venancia motivo de duda o confusión respecto a la prosodia del santo de su hombre. Por ello, desde ahora se llamará Damaso y no Dámaso -, no atinaba a explicarse cuál había sido su posible error respecto a las indicaciones de Don Ruperto, el médico.

Su mujer yacía en el camastro más febril que el día anterior. Unos pitidos, que le recordaban al correo de las nueve, exhalaban de lo más profundo de las entrañas de su Venancia. La enferma, sudorosa y asfixiada le urgía, con desesperación, la búsqueda de Don Ruperto:

-¡ Corre, corre, Damaso ¡. Que te dejo viuda.

Damaso, aterrado y nervioso, no acertaba a ponerse el calzón. Había sido un día muy duro; de constante movimiento. Una crecida del agua del río, como consecuencia de la profusa lluvia caída en la mañana anterior, había provocado el desvío de los trenes que hacían la ruta de Andalucía. Cada quince minutos, Damaso se encasquetaba una gorra roja y azul, repleta de mugre, que en otros tiempos debió lucir unos espléndidos entorchados, a los que los años y el nulo cuidado habían convertido en amorfo verdín, y bajaba con celeridad las barreras del paso a nivel de la carretera que conducía al pueblo. Los talgos, expresos y demás convoyes rápidos cruzaban centelleantes el paso, ante la mirada atónita del Damaso que no acertaba a comprender bien el motivo de la fluidez de ese tráfico.

Y además...,- se quejaba pesadumbrado Damaso -, lo de su Venancia; la mujer que había compartido con él diez años de matrimonio, con abnegado sacrificio; que había soportado pacientemente sus rarezas, su introversión, sus malhumores y también su soledad. Diez años de vida en ese cuchitril de adobe y piedra que el Estado les había otorgado por vivienda; cuatro paredes que en su día debieron ser simétricas, componían sus muros, coronados por una cubierta semielíptica que las más de las veces drenaba, hacia el interior de las habitaciones, de forma bien fluida. En el interior, una estancia de dieciséis metros para el cuarto de estar y la cocina, donde en el centro de la pared opuesta a la entrada de la vivienda se erguía negruzco un hogar de leña; dos habitaciones más y un retrete configuraban el escaso habitáculo del inmueble.

La vida de Damaso y Venancia se desarrollaba abúlica en el exterior; de la casa a la barrera y de la barrera a la casa.

A la derecha de la vivienda, un improvisado huerto abastecía de frutas y hortalizas a la pareja. Por detrás de la casa, un cerdo y media docena de gallinas se sustentaban de manera incansable en espera del fin que les era propio. En el lateral derecho, junto a la pared externa, apoyaba cansinamente una pila de piedra de Colmenar que ejercía funciones de lavadero y estanque del huerto. En esa familia no se desaprovechaba nada. Damaso había construido un surco en la tierra, desde la pila-lavandero hasta el huerto y exigía a su Venancia que lavara los útiles de la cocina sólo con arena, a fin de que una vez concluida la faena desaguara junto a los residuos, a través del surco, en el huerto. El poco jabón que se utilizaba no preocupaba a Damaso, ya que en las escasas ocasiones que a la Venancia se le ocurría lavar la ropa, lo hacía en un tinillo de barro y al finalizar la colada echaba el agua enjabonada cerca del cerdo que se revolcaba agradecido en el cieno.


La verdad sea dicha, que la Venancia no era muy limpia. No conocía más aseo que las abluciones estrepitosas que se daba todas las mañanas en el rostro, con grandes aspavientos para que Damaso los oyera y la tuviese por mujer pulcra. Damaso sabía las intenciones de Venancia y perdonaba tan minúsculo defecto a su “costilla”. A cambio, la Venancia era una gran cocinera y aprovechaba con éxito los escasos medios de que disponía. La pasión gastronómica de Damaso era las patatas con caracoles, que su mujer recogía de debajo de las hortalizas. Nadie le igualaba en este guiso; las patatas blandas, pero enteras; más bien caldosas, con su poquito de chorizo y unos gramos de pimentón; los caracoles tenían que estar muy cocidos, una vez desbabados, y añadirle unos tomates del huerto.

¿Y las puches...?.! Cómo hacía la Venancia las puches!; de chuparse los dedos. Y si no que se lo pregunten al Remigio, que adivinaba, por telepatía, el día que la Venancia iba a hacer puches. Ese día, indefectiblemente, el Remigio tenía que dar un repaso al olivar del alto de la vía y al medio día bajaba a la casucha del guardabarreras para fumarse un cigarrillo con Damaso. Al poco rato, aprovechaban, tan inesperado encuentro, para darle un tiento a la naciente masa. Los dos se quedaban ensimismados por efecto del fuego y la contemplación de las burbujas que ebullecían de la mostacina pasta. Las burbujas le recordaban a Damaso los reportajes que daban en televisión de cráteres en ebullición.

-!Plaf..., plaf!. Parece que estamos en Canarias comentó Damaso al Remigio, rompiendo ese encanto del silencio.

-No lo sé. Nunca he estado en Canarias, contestó Remigio.

-Yo tampoco; pero hay que estar con la imaginación, hombre, replicó el Damaso.

-Sí..., pero tú al fin y al cabo has estudiado Geografía, sentenció Remigio.

-Y de mucho me ha servido, Remigio. Con mis conocimientos me paso las tardes delante de la barrera imaginando. Porque éste oficio da mucho mundo. ¿Sabes?.

-!Mira...!, Al anochecer, cuando tengo que bajar la barrera por la llegada de un tren, me apoyo en la barandilla a esperarle. Al pasar delante mía, con todas sus ventanillas iluminadas, me fijo en una de ellas; como si en ese momento sacase a los pasajeros una fotografía. Por un instante trato de gravarme, en mi cabeza, esa imagen, olvidándome de todas las demás; de tal manera que las restantes fueran...,¿Qué se yo?; lo sobrante de un carrete de una máquina de fotografías que he desechado..., que he velado intencionadamente.

-A veces, la imagen es de una mujer madura, despreocupada; todavía joven en su aspecto, aunque no es una niña. Lee una revista, y para ello porta unas gafas, que la rejuvenecen el rostro. Se ve que es feliz, que va a algún lado y que alguien la espera. Tiene la serenidad, Remigio, propia de la persona madura y sin conflictos. Se encuentra confortable y ella misma reconforta. En mi imaginación, yo viajo con ella; pero como si no me viera. Trato de descifrar a dónde va, quién la aguarda. De repente, el inmenso ruido del silencio, me hace volver en mí.

-En otras ocasiones, es un hombre el que se me queda gravado. También de mediana edad. Mira a un punto indeterminado; en definitiva, no mira nada. Parece que sólo piensa. Para él no existe nada, ni nadie en ese momento. Únicamente su pensamiento ocupa toda su atención. No exterioriza un rostro muy grave; pero se nota que está preocupado por algo. Debe ser un personaje importante.

-Muy frecuentemente, son los niños los que me llaman la atención y se me quedan gravados. Esos sí que son despreocupados. Se suben por todos los asientos y no paran quietos un instante; ahora van hacia el pasillo que lo recorren con novedoso nerviosismo, ahora se asoman por la ventanilla y me saludan cuando el tren pasa por la barrera. Yo, de manera mecánica, doy un paso hacia atrás, porque me dan vértigo. Pienso que van a caer. -¿Sabes, Remigio?. Esto me pasa desde lo de mi Laura.

-Todos me recuerdan a ella; es algo que no he podido superar.

-Tendrías que haber estado allí para comprenderlo, Remigio. Las imágenes se me encadenan, unas a otras, como los vagones del ferrocarril. -¿Te acuerdas lo maja que era?. No había una niña más lustrosa en el pueblo, o a mí me lo parecía.

-Recuerdo, cuando la llevamos al hospital; en el coche de Matías. Allí la cogieron como en volandras. Y ya no supe más..., hasta que salió del quirófano; en una camilla, acompañada de médicos y enfermeras. Me impresionó un globo de goma negro que una médico manejaba como un fuelle de los de las chimeneas; por ahí respiraba. –Todo eran prisas y cada vez corrían más y más, hasta que llegamos a una sala que se llamaba de Vigilancia Intensiva. Allí nos cerraron las cortinillas de los ventanales y nos pidieron que esperáramos.

-La Venancia hecha un mar de lágrimas y yo..., como atolondrado. No podía explicarme cuál había sido el pecado de esa criaturita para penar todo ese calvario.

-Tú no has tenido hijos, Remigio; pero hasta que no pasas esos tragos, no te das cuenta de lo que se pueden querer. -Cuando abrieron las ventanillas y la Venancia y yo vimos el espectáculo que nos mostraban, la cabeza me bajó a los pies. Me quedé sentado en un sillón que parecía que me habían acercado a propósito. Esa no era mi cría, era un robot. Llena de plásticos, de tubos, de aparatos. Con la cabeza rapada, atravesada por mil agujas y sin conocimiento.

-Todos tenemos algo de madres, Remigio, porque en esos momentos, yo la hubiese quitado todo y la hubiese acurrucado en mis brazos y la hubiese besado en cada una de las heridas que la chiquita tenía.

-Y todo..., ¿Para qué?. Dios se la quiso llevar, aumentando nuestro sufrimiento y soledad.

-Por todo ello, los niños me dan miedo y me producen vértigo. ¿Comprendes, Remigio?.

-¡Date prisa Damaso, date prisa!.Que me encuentro muy mala. Gritaba Venancia desde el dormitorio.

-Ya voy, mujer. Estoy terminando. Respondió Damaso.

Salió hacia el pueblo con la mente puesta en la Venancia y en Don Ruperto. ¿Estaba la Venancia tan mal? o ¿Serían exageraciones o aprensiones nuestras?. –A ver si se enfada otra vez Don Ruperto; porque el día anterior se había enfadado. ¡Vaya que si se enfadó!. Y yo no se lo tomo a mal porque me hizo de nacer. Si llega a ser otro, no se lo consiento.

Es que utilizan unas palabrejas los médicos, que no hay quien los entienda. Primero me dice que la Venancia tiene una “brunomonía”, o algo así, y que hay que darla unos supositorios, administrándoselos por el recto. Y ahí nos tienes a la Venancia y a mí sin saber que hacer con esas medicinas.

Me cojo la bicicleta y me acerco al pueblo. Llamo a la casa de Don Ruperto y le pregunto, con toda educación; porque se lo dije con toda educación: que ni la Venancia ni yo sabíamos qué era el recto. Don Ruperto me contesta que el ano. Yo sigo sin enterarme de qué era el ano, ni donde estaba; pero me dio vergüenza preguntárselo de nuevo.

Me vuelvo a casa y..., nada, que la Venancia tampoco sabe lo que es el ano.

Venancia me insiste que vuelva a consultar con Don Ruperto. Y yo me resisto. La digo que no vuelvo al pueblo, que es muy tarde y que, además, debería de estar a punto de acostarse cuando fui la otra vez; porque no me ha contestado de buenas formas.

Y la Venancia que insiste: -Que está muy mal y que por lo que más quiera en este mundo, que vuelva a preguntarle.

A regañadientes vuelvo a coger la bicicleta y me planto otra vez en casa de Don Ruperto. Éste, en pijama, se asoma por el balcón y me pregunta:

-Pero...¿Qué quieres, ahora, Venancio?.

-Mire, Don Ruperto, le contesté. Usted perdone, pero no le hemos entendido nada. Ni la Venancia ni yo, sabemos lo que es el ano.

-¡Por el culo, Damaso, por el culo!.

Yo me quedé atolondrado. Don Ruperto me ha merecido siempre el mayor de los respetos, pero esa salida de tono no la podía consentir.

-¡Mire, Don Ruperto!. Ya sé que estas no son horas; pero lo suyo tampoco son maneras.

Y ahora, me pregunto, si se le habrá pasado el enfado. Yo tengo mi carácter y no soportaría una salida de tono como la del día anterior. Aunque..., hay que reconocer que yo me enfado por poco. Porque, don Ruperto es...,!Caramba!, un buen hombre. Y no he conocido persona más trabajadora en mi vida. No para y además, todo lo sabe; lo mismo trae una criaturita al mundo, que remienda una cornada de capea. ¿Y cuándo intervino a mi padre de apendicitis?. Nada sin ningún medio; en la habitación que le sirve de consulta. Y si no llega a ser por él, desde luego, me deja huérfano.

-No me puedo enfadar con él, esta visto.

Lo que ocurre, es que soy muy apasionado. Creo que es el modo de vida que llevo el que me ha dado este carácter. Vivimos separados del pueblo. No nos relacionamos con nadie y si no es por el Remigio, pasaríamos semanas sin hablar con persona alguna. Por algún lado tienes que explotar. Dicen que no es bueno que el hombre esté solo. Y tan cierto. Te vuelves huraño, desconfiado e incluso egoísta. ¡Pero qué le voy a hacer!. No se otra profesión distinta que ésta, en la que me educaron mis padres. ¡Vaya herencia!. Pero otros tienen menos y a lo mejor, son más felices.

Yo creo que le pedimos a la vida más de lo que naturalmente nos puede dar. Porque si te pones a pensar..., yo soy un privilegiado. Tengo un puesto de trabajo que, como le digo a Remigio, me da mundo. Tengo una mujer honrada, buena cocinera y administradora y, encima, aguanta mis rarezas.- sólo tengo un motivo de tristeza: Que mi Laura..., mi pequeña Laura...

Estaba Damaso en todas estas cavilaciones, cuando llegó a la casa del médico. Don Ruperto era un hombre muy mayor. Estaría muy cerca de la jubilación. Damaso le recordaba con cariño. Siempre iba impecablemente vestido, con gusto para ser médico rural. Llevaba las camisas almidonadas y enormemente blancas. Tenía ciertos retoques vanidosos en el vestir y parecía que para él, el barro no existía; no se conocía persona que llevase los zapatos más relucientes. De ésta pulcritud se había llegado a hacer una chufleta. Las mujeres cuando querían ironizar sobre la limpieza de otra, decían: -¡Anda, hija, que vas a dejarlo más limpio que los zapatos de Don Ruperto!.

A Damaso siempre le llamó la atención el maletín del médico. Era de forma cilíndrica, fabricado en piel y con un cierre, que cubría toda la parte superior, en metal, pintado de color marrón. Se le antojaba como un cajón de un “maravarista”, del que salen los artilugios más sorprendentes. Con la curiosidad de los niños, miraba y remiraba toda aquella ceremonia que Don Ruperto se traía con el maletín. Le parecía inexplicable como se podía volver a meter en él todos los instrumentos que, Don Ruperto, había sacado y se acercaba a la mesa donde reposaba el maletín, con sonrisa malévola, para comprobar si esa vez conseguiría introducirlos a todos.

Llamó a la puerta de la casa y le abrió la criada. Damaso preguntó por Don Ruperto y la criada, desde el portalón, gritó:

-¡Señorito, que está aquí el Dámaso.

Por la penumbra del zaguán, apareció Don Ruperto.

-¿Qué te trae de bueno, Dámaso?. Preguntó don Ruperto.

-Mire, Don Ruperto, que tiene usted que venir a mi casa, que la Venancia está muy mala. ¡Vamos!. Que se me muere.

-Pero..., escúchame Dámaso, le interrogó Don Ruperto. ¿Tú has seguido todas mis instrucciones?.

-Claro, Don Ruperto,. Contestó Damaso.

-¿ Se ha puesto los supositorios cada seis horas, como te dije?. Demandó nuevamente, Don Ruperto.

-Bueno... Balbuceó, Damaso. El caso es..., que ya le dije que no teníamos reloj y usted me dijo, acuérdese, Don Ruperto, que se pusiera uno cada vez que pasara un tren.

-¡Pero..., no me seas burro, Dámaso!. Increpó duramente, Don Rupero. -¿No ha habido un desvío de trenes por las inundaciones habidas ayer por la mañana?.

-Sí, Don Ruperto. Le contestó afligido Damaso. Perdone mi torpeza; pero yo he seguido al pié de la letra sus instrucciones.

-¡Vamos a coger el coche, corriendo, Dámaso, que a la Venancia hay que llevarla al hospital. ¡Pedazo de zoquete!.

ÁNGEL LARROCA DE DOLAREA


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